19 jul 2011

Vejez

Esta mañana. De camino a la parada del autobús. Una pareja de la mano por la calle. De más de ochenta años, cada uno.De la mano. Caminando juntos, al fresco de la mañana. Apoyados cada uno en su bastón y en el otro. No pude evitar fijarme en ellos. Hasta se parecían físicamente. Quizá el paso de los años haya reflejado en el uno el rostro del otro. Y no sólo la cara. No podía evitar fijarme en esas manos entrelazadas. No eran las manos de dos niños cargados de hormonas. No eran las manos de un chico y una chica que empiezan a vivir juntos y tienen toda la ilusión de un mundo por delante. No eran las manos de un matrimonio que espera o que acaba de recibir a un hijo... No. Esas manos eran diferentes. Eran manos añosas, manos esculpidas a base de vida, de sufrimiento, manos recorridas de venas y tendones, sin apenas tejido bajo la piel. Eran unas manos preciosas.

Y de repente una pregunta: ¿Por qué están juntas esas dos manos? ¿Es el amor lo que las une? ¿Se puede amar cuando se tiene la certeza de que la muerte anda cerca? ¿Puede sobrevivir el amor después de tantos años? Me preguntaba si lo que unía aquel par de manos era la costumbre, la necesidad u otra cosa... Pero al final, decidí que lo que las unía era la vida. Una vida juntos, una vida compartida. ¿Y no es el hecho de compartir la base del amor? ¿No se trata de eso? No hay que dar nada, no hay que esperar nada... sólo compartir. Y esa pareja de ancianos lo hacía. Compartían un pasado, una vida juntos, unos hijos y unos nietos tal vez, alegrías y penas, desilusiones y la decrepitud de la vejez. Compartían sus manos. Se compartían.

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